La consulta sobre una nueva Constitución, planteada en
el referéndum de 2025, nos invita a reflexionar sobre tres aspectos esenciales:
¿por qué deberíamos cambiar la Constitución vigente?, ¿qué incidencia tendremos
en el texto final? y ¿qué se pretende modificar respecto al texto actual?
Empecemos por el principio:
¿Qué argumentos se dan para cambiar la Constitución?
En el anexo publicado, el proponente sostiene que el
país atraviesa una crisis estructural agravada por la corrupción judicial y por
normas que favorecen la impunidad. Además, plantea la necesidad de enfrentar la
crisis climática, la transición energética, la revolución digital y la
migración —omite la transición demográfica—, y enfatiza la urgencia de
recuperar la confianza en las instituciones, redefinir el pacto social y
reestructurar el Estado. Entonces concluye que la panacea será una nueva
Constitución.
Sin embargo, su argumento es débil y, en consecuencia,
su conclusión lo es aún más. Un texto, por bien escrito o bien intencionado que
sea, nunca resolverá nada por si solo. El obstáculo es y han sido siempre las
personas que lo aplican.
El surgimiento de nuevos problemas es discutible, pues
los más visibles son los de siempre: educación, empleo, salud, servicios,
corrupción y representación política. Los desafíos recientes —como la pandemia
o los efectos del cambio climático, reflejados en apagones e inundaciones— solo
han evidenciado las falencias estructurales del país. La inseguridad, aunque
más violenta, tampoco es nueva, como tampoco lo son los intentos de militarizar
la sociedad o de encubrir la incapacidad con más leyes, en un claro ejercicio
de populismo jurídico. El verdadero riesgo es que, bajo el pretexto de
fortalecer a militares y policías, se conculquen derechos individuales y
colectivos.
La desconfianza en instituciones del Estado como la
Asamblea Nacional o el Consejo de Participación Ciudadana no lo provoca la
Constitución, el origen del deterioro recae sobre el comportamiento de sus miembros
y, sobre los partidos que auspician sus candidaturas. Su imagen está marcada
por la poca capacidad de los electos, por sus discursos vulgares, por el mal uso
de la fiscalización y la veeduría para levantar falsos y perseguir personas, por
los evidentes intentos de desestabilización, por sus escándalos y comportamientos
dolosos, a los que se añade una larga lista de etcéteras.
Existen otras razones, pero no se mencionan, como el
hecho de que la Constitución de 2008 no se ha aplicado plenamente: los
Gobiernos Autónomos Descentralizados —incluidos los niveles regionales,
traducidos en zonas de planificación— crearon una estructura territorial
compleja y poco eficiente. Tampoco se consolidó el Régimen del Buen Vivir, utopía
concebida como modelo de desarrollo integral, ni la plurinacionalidad, que no
se tradujo en autonomía ni participación efectiva. Lo mismo ocurrió con la
economía social y solidaria, reducida a iniciativas dispersas que no resuelven
los problemas de pobreza y falta de empleo. Estos tres principios —Buen Vivir,
plurinacionalidad y economía solidaria— aparecen hoy entre los candidatos a
desaparecer.
Al ir a una constituyente, ¿qué incidencia tendremos en
el texto final?
El mismo anexo plantea un parlamento con 80
asambleístas, distribuidos en 24 nacionales, 50 provinciales y 6 del exterior.
Lo que se traduce en que el 30 % lo aportaran espacios nacionales; el 12,5 % lo
hará Guayas; el 8,75 % Pichincha; el 5 % Manabí y el 7,5 % serán del exterior,
mientras que el resto de las provincias, de forma individual, apenas podrán
aportar con el 2,5 % o el 1,25 % de los integrantes y de los votos. Por su
parte, la posibilidad de presentar iniciativas ciudadanas dependerá de obtener
el respaldo del 0,5 % del padrón electoral (aproximadamente 69 000 personas),
muy difícil de conseguir en los 180 días que durará la Asamblea; dejando como
opción el convencer a algún asambleísta para que lo haga.
Como se ve, la opinión de las provincias y de las
organizaciones de la sociedad, incidirá poco en las decisiones que marquen el
contenido constitucional. El texto final estará influido mayormente por los
asambleístas de Guayas, Pichincha y, en alguna medida, de Manabí. Un tercio de
los votos vendrá del “espacio nacional”, que en su mayoría provendrá de Quito y
Guayaquil.
La votación por listas cerradas y el método de
asignación de escaños, derivarán en el mejor de los casos en una Asamblea
bipartidista, dejando la discusión entre dos voces, con poco espacio para el
debate externo, orillándonos a tener una Constitución impuesta por la fuerza de
los votos, sin participación y sin pluralidad de ideas.
¿Qué se pretende modificar respecto al texto actual?
Del estatuto anexado por el proponente, se desprende
que la próxima Constitución estará organizada en ocho secciones: a) Derechos y
Garantías Fundamentales; b) Organización y Funciones del Estado; c) Régimen
Económico y Finanzas Públicas; d) Justicia y Sistema Judicial; e) Participación
Ciudadana y Control Social; f) Régimen Territorial y Descentralización; g)
Naturaleza y Ambiente; y h) Régimen de Desarrollo e Inclusión Social. La
discusión se hará en mesas compuestas por 10 integrantes y, no se menciona si
existirá algún mecanismo para incorporar nuevas secciones / mesas.
La estructura propuesta, sugiere un documento centrado
en el rediseño institucional, más operativo y resumido, lo que contrasta con la
Constitución vigente, que resulta más ideológica —con ejes como el Buen Vivir,
la Plurinacionalidad, los Derechos de la Naturaleza y la Participación
Ciudadana—. Tampoco prevé una mesa sobre relaciones internacionales ni sobre
supremacía constitucional, dos pilares jurídicos del texto vigente.
La propuesta abre el camino a la transformación del
Estado de derechos y justicia, a la eliminación del Consejo de Participación
Ciudadana y a la revisión de los derechos colectivos y de la naturaleza, la
redefinición del régimen de desarrollo y la plurinacionalidad. Sugiere un texto
orientado a redefinir la organización estatal y a reequilibrar las funciones en
torno a los tres poderes tradicionales.
Una nueva Constitución podría ser una oportunidad para
corregir los excesos, omisiones y contradicciones acumuladas en estos quince
años, pero también puede convertirse en un ejercicio costoso e improductivo si
el debate vuelve a girar en torno a los mismos actores y resentimientos que han
guiado el accionar político y la organización del Estado en este siglo.
Ningún texto, por innovador o moderno que sea, puede
resolver lo que la práctica política ha erosionado: la falta de ética pública,
el uso del Estado como botín, la captura de las instituciones por el crimen y
la conversión de la ley en instrumento de impunidad o persecución.
El dilema, entonces, no es cómo votar, sino entender
qué tipo de país queremos, con qué reglas decidimos convivir y, sobre todo,
comprometernos a respetarlas.

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